Amacoy, fantasmas del viento by Mila Mendoza

Amacoy, fantasmas del viento by Mila Mendoza

autor:Mila Mendoza
La lengua: eng
Format: epub
editor: Caligrama
publicado: 2018-04-12T00:00:00+00:00


V

Profecía y muerte

Jonathan y yo nos hablábamos a diario y planificábamos nuestro futuro itinerario, esta vez sería para celebrar mi cumpleaños e iniciar una vida juntos.

Una noche me llamó. Sentí una gran angustia en su voz.

—Cuando llegues vamos a darle un cambio a nuestras vidas porque tengo que salir de aquí —me dijo alterado—. Ese mensaje que me diste en la selva es cierto. No te puedo contar más por teléfono.

—Sal inmediatamente. ¿Por qué vas a esperar? Toma un avión y ven a Venezuela —le supliqué yo.

—¡No, no! Vamos a planificarlo mejor cuando nos veamos. Total, solo falta una semana —concluyó nervioso.

Me dio miedo que mi profecía se cumpliera. Volvía la duda sobre su doble vida, pero ¿qué era?

Cuando a los dos días me llamaron para decírmelo, no lo podía creer. Eran las once de la noche. Mi hermana vivía cerca de él, en Orlando, y la madre de Jonathan la había llamado para que me avisara.

—¡Hermana, hermana, hallaron muerto a Jonathan esta mañana! —dijo Carmen llorando—. Su madre lo encontró en el baño de su cuarto, casi veinticuatro horas después. Parece que fue una sobredosis. Todavía tenía la jeringa en el brazo.

—¿Qué jeringa? Él no consumía drogas —le dije incrédula.

Caí en un estado de tristeza tan grande pensando que lo hubiera podido salvar. La advertencia fue tan clara…, pero siempre había una parte de mí que se negaba a creer lo que viví en la selva.

Viajé a Estados Unidos para el entierro de mi amor. Llegué de noche a Miami y me tuve que quedar en un hotel porque no tenía fuerzas para manejar hasta Orlando. En la habitación lloré mucho. No lo había podido salvar. Se repetía una vez más lo de otras vidas. ¡Pasó todo tan rápido! ¡Estaba tan conmocionada!

En eso sentí cómo el colchón de la cama se hundía, alguien se sentó a mi lado. Sabía que era él, que estaba allí conmigo tratando de consolarme y pidiéndome perdón por dejarme sola y no hacerle caso a mis advertencias. Le grité, le reclamé por qué no tuvo cuidado. Estaba enfadada con él, dolida. Seguía sentado a mi lado, el colchón hundido me lo comprobaba. Lloré mucho hasta que me fui calmando, poco a poco, y me dormí rodeada por su abrazo y su presencia. Él sufría igual que yo, y yo lo podía sentir.

Cuando llegué a la casa de Jonathan, me reuní con su mamá para preguntarle qué había pasado. Aquellos ojos verde esmeralda que me hacían recordar a los de Jonathan, inflamados de tanto llorar, reflejaban el dolor por la pérdida de su único hijo.

—Creemos que lo asesinaron —me confesó—. Lo mataron con una sobredosis de droga. La noche anterior lo había escuchado discutir con varios hombres, pero como no era mi problema me encerré en mi habitación.

«La típica actitud americana», pensé con tristeza.

—Al otro día, salí temprano a trabajar —continuó explicando su madre llorosa—. Lo encontré en la tarde cuando regresé. Me extrañó mucho ver que su auto seguía en el garaje.

Yo escuché incrédula todo el relato como si me estuvieran contando una historia de terror.



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